La nuclear y el gas: compañeras forzosas de la transición energética de la UE
La Unión Europea (UE), donde escasean los combustibles fósiles, está inmersa en una profunda transformación estratégica que afecta a su modelo energético y que tiene un triple objetivo: mitigar el cambio climático, reducir su dependencia externa y liderar las nuevas fuentes de generación.
El camino lo marcan la ciencia y el mercado: el planeta se calienta a mayor velocidad de la que puede soportar y Europa importa el 55 % de su energía con un coste de entre 300.000 y 350.000 millones de euros al año, en torno a la mitad del futuro plan europeo de 750.000 millones para superar la crisis del coronavirus.
La hoja de ruta de Bruselas pasa por acelerar la descarbonización en 2030 y alcanzar la neutralidad climática en 2050, es decir, que a mitad de siglo la UE libere sólo el CO2 que sea capaz de absorber. Y para llevarlo a buen puerto, la Unión tendrá que cambiar sustancialmente su aprovisionamiento energético.
El «mix energético» del total bruto consumido en la UE en 2018 estaba dominado por los productos petrolíferos (35,9 %), el gas natural (21,3 %), los combustibles fósiles como el carbón (15 %), las renovables (14,6 %) y la nuclear (12,9 %), según Eurostat.
Las renovables están llamadas a ser las principales fuente de generación del futuro de la Unión Europea, que ha ido dotándose también de otros instrumentos para alcanzar sus objetivos climáticos, como un sistema reforzado de comercio de emisiones, el embrión de una industria de baterías eléctricas o la apuesta por nuevas fuentes como el hidrógeno. Pero no será suficiente.
Incluso en el escenario tecnológico más optimista hay dos fuentes de energía que están llamadas a dar mucho que hablar en los próximos años, por sus aspectos medioambientales y porque tienen dimensiones económicas y geopolíticas: la energía nuclear y el gas.
Desde que en noviembre de 2018 el entonces comisario de Energía y Clima, el español Miguel Arias Cañete, pusiera sobre la mesa europea distintos escenarios para alcanzar la neutralidad climática en 2050, el gas natural se ha aceptado como el mal menor de los combustibles fósiles, ya que su impacto medioambiental es menor que el del carbón o el petróleo.
Tanto es así que el plan de recuperación para la crisis de la covid permitirá que se destinen fondos a las infraestructuras gasísticas, pese al descontento de organizaciones ecologistas como la Red de Acción Climática (CAN), cuya responsable de política gasística, Esther Bollendorff, considera que «poner dinero público en gas fósil es como caer en una trampa peligrosa, sucia y cara».
El principal suministrador de gas de Europa es Rusia (40 %), seguida de Noruega (18 %) y Argelia (11 %). Rusia es también el mayor proveedor de crudo (30 %) y de combustible fósil (42 %) de la Unión Europea.
Esa dependencia gasística aumentará con el casi terminado Nord Stream 2, el gasoducto que conecta Rusia con Europa por Alemania y que suele cuestionarse a cada roce diplomático entre los Veintisiete y Moscú, como el reciente envenenamiento con Novichok del opositor ruso Alexei Navalny.
Cuesta imaginar que se vaya a detener una infraestructura en la que se ha invertido unos 12.000 millones de euros y en la que están implicadas unas 120 empresas de una docena de países europeos y es habitual que al más alto nivel se intente pasar de puntillas sobre el asunto.
«Es una cuestión muy controvertida en Europa», se limitó a decir el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, en un reciente coloquio organizado por el centro de estudios europeos Bruegel donde fue preguntado por el Nord Stream 2.
En paralelo, en la UE avanzan otros proyectos que diversificarían el aprovisionamiento, como el gasoducto de Azerbaiyán a Italia vía Grecia, que cuenta con 2.000 millones de financiación del Banco Europeo de Inversiones (BEI) y que se conoce como Trans-Atlantic Pipeline (TAP).
Además, se sigue apostando por el desarrollo de gases renovables como el hidrógeno o la generación de biogás a partir de deshechos.
LA EUROPA ATÓMICA
La energía nuclear es uno de los pilares sobre los que se construyó la actual Unión Europea, ha sido siempre objeto de profundo debate y lo seguirá siendo, a medida que los 109 reactores atómicos repartidos por 15 de los 27 Estados miembros de la UE vayan alcanzando el final de su vida útil y los países deban decidir sobre su continuidad.
En los pasados años 50, los seis países fundadores de lo que actualmente es la UE (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) vieron en la energía nuclear una forma de ganar independencia respecto del petróleo, que escasea en Europa y ha sido la fuente dominante de energía en las últimas décadas. Así nació Euratom, la agencia europea de la energía atómica.
Pero el mundo ha cambiado mucho desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, más allá de problemas intrínsecos a la energía atómica como el aprovisionamiento de minerales o el tratamiento de los residuos radiactivos, dos catástrofes nucleares han marcado profundamente el debate: Chernóbil (Ucrania, 1986) y Fukushima (Japón, 2011).
El país de la UE donde más peso tiene actualmente la energía nuclear en el «mix eléctrico» es Francia, con más de un 70 % en 2019, mientras que en España representaba el 26,6 %.
Una quincena de países, como Luxemburgo, Holanda, Portugal, Austria o Italia, la energía atómica es inexistente o marginal. Otros como la República Checa o Hungría ven en el uranio un camino solvente para mitigar el cambio climático y abandonar el carbón, pues la energía atómica no genera CO2.
La estrategia de la Comisión Europea para alcanzar la neutralidad climática prevé una reducción de la nuclear, pero las proyecciones de Bruselas aún le otorgan una cuota significativa en la generación eléctrica en 2050. Frente a un 26 % en la actualidad en el conjunto de la UE, pasaría al 18 % en 2030 y al 12-15 % a mitad de siglo.
Existe en la opinión pública un dilema ecológico sobre si hay que renunciar a la energía atómica por sus riesgos asociados, pese a que no genere CO2 y abarate la producción energética. Pero subyace también un debate meramente financiero.
«Explotar una central es barato, pero construirla muy caro. La prolongación de la vida de las existentes suele ser rentable pero no está tan claro si sale a cuenta construir centrales nuevas», explica a Efe una analista de inversiones en energía en un gran banco europeo
EL DEBATE INFINITO
Tras un largo recorrido previo, la Comisión Europea debe publicar antes de que acabe el año la denominada «taxonomía verde», que definirá las inversiones que se consideran sostenibles para orientar las finanzas hacia la descarbonización de la economía.
Basándose en esa metodología, el gas se considerará una energía de transición, pero persiste la ambigüedad sobre la energía nuclear.
Para desencanto de los partidos verdes, la Comisión Europea, que se define como tecnológicamente neutral, no se ha pronunciado sobre la sostenibilidad de la energía atómica.
Le ha pasado la patata caliente al Centro Común de Investigación (JRC) de la UE, que está elaborando un informe sobre si la energía nuclear debe de entrar a formar parte de la taxonomía verde, cuyo veredicto técnico se espera a inicios de 2021.
Mientras tanto, Finlandia, Francia y Eslovaquia están construyendo nuevos reactores; Bulgaria, República Checa y Rumanía tienen planificadas futuras infraestructuras atómicas; y Eslovenia, Polonia y Lituania no descartan avanzar por la misma senda.
En el germen del proyecto europeo desde su nacimiento, el debate nuclear seguirá acompañando al desarrollo energético y climático de la Unión Europea en su cruzada contra el CO2 al igual que un combustible fósil como el gas, al menos durante algunos años.
Un reportaje de Javier Albisu para la Agencia EFE.
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